Como si fuera una tragedia griega, como Edipo abandonado por su propio padre en una montaña solitaria, así nos sentimos sin móvil en la edad de los nuevos medios de comunicación.
Hace unos días murió un hombre tras precipitarse por el balcon del hotel en el que se hospedaba: ¿balconing?. No, buscaba cobertura. Su familia podrá denunciar a la compañía telefónica por los daños que ha generado su pésimo servicio.
También circula por internet un video sobre la vida, se supone tediosa, de una chica que no tiene móvil. Se ha convertido en un fenómeno viral, una rareza que genera el mismo interés que un documental sobre una tribu perdida en el Amazonas que jamás ha visto un mechero.
¿Se puede vivir sin móvil? ¿Cómo sobrevivíamos hace veinte años sin ellos? ¿Qué se hacía cuando te dejaba el coche tirado? ¿Cómo se podía conducir sin GPS? Basta con echar un vistazo alrededor bien en el metro, en el tren o en el autobús, para darse cuenta de nuestro grado de adicción al móvil. Cualquier día, quien viaje leyendo el periódico o un libro se sentirá como un miembro de una tribu perdida en el Amazonas, mientras el resto de pasajeros hace auténticas proezas con su móvil.
La invasión ya está aquí. Al más puro estilo del cine de serie B, los smartphones absorven nuestra inteligencia y la envían vía satélite a China, Corea o donde sea que está el enemigo que fabrica los artefactos. Y la paradoja es que estamos más perdidos cuando más on line estamos, y no nos encontraremos hasta que consigamos estar en off.
DESDE MI CALLE, que es la calle de todos.
