¡Cómo contrasta una actividad ardorosa con la frialdad ordinaria! ¡Ah! Es verdad. También mi mente se mueve, se agita, se acalora, se enciende, pero ¿es por la gloria? ¿es por el bien de mis semejantes? ¿O es al contrario por viles intereses del momento, por sutiles Puntos de honra, por miserables competencias del amor propio? ¡Ah!, será que el celo que me devora no es tal vez sino ambición, codicia, vanidad, esto es, el celo del mundo!
¿Qué hago, en efecto, por conseguir el bienestar de ellos? Y, si se sienten defraudados, ¿cómo siento sus lamentos, acaso, hasta sus
injurias? ¿cómo me esfuerzo en evitarlas o siquiera en repararlas? Si estuviesen tan
amenazados mis intereses como lo están siempre los de ellos, ¿estaríame tan
tranquilo y sosegado como me estoy ahora en presencia de tanta desatención, de tantas iniquidades a las que se les someten? ¡Ojalá no sea yo de aquellos mimos que, con su flojedad y malos
ejemplos, contribuyen a ese malvivir al que están arrojados!
Cuando me ven, quizás me roguen, con sus temblorosas palabras, diciendome: ¡Dadme una esperanza, una esperanza que apague ese fuego abrasador que me consume día y noche;
dádmela para que también yo, experimente un celo, pero no un celo vanidoso ni codicioso, ino un celo que me ayude a conseguir una completa felicidad.
Desearía entonces contestarle diciéndole: !Compañero deseo ser parte de vuestro vivir, en la medida que lo permitan mis fuerzas y condición. Con mi conversación, con mi influencia, con mis relaciones, con mi dinero, con todas mis fuerzas, procuraré complacerte cuanto pueda, para que seáis cada día más feliz, esa felicidad que tanto necesitáis junto a vuestros seres queridos!.
DESDE MI CALLE, que es la calle de todos