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lunes, 7 de julio de 2014

PASTORAL: SANTO DEL DIA


SAN FERMIN, OBISPO Y MARTIR

Es sin duda uno de los santos más conocidos, sirvió de inspiración a un premio Pulitzer (A Hemingway en su novela «Fiesta») y las celebraciones que cada siete de julio le rinden tributo convocan a miles de corredores de todos los rincones del planeta. Sin embargo, poco se sabe con certeza de la vida de San Fermín, divulgador del cristianismo y co-patrón de Navarra junto a San Francisco Javier.

La información que ha llegado hasta nuestros días de la vida del santo procede en su mayor parte de las «Actas de la vida y del martirio de San Fermín», redactadas hacia el siglo VI —tres siglos después de su muerte— y de varios brevarios medievales, textos en los cuales, según explica José Antonio Goñi Beásoain de Paulorena, prefecto de liturgia de la Catedral de Santa María la Real de Pamplona en su biografía del santo, «San Fermín, entre la historia y la leyenda», dónde afirma que en la vida de San Fermín «aparece mezclada la realidad histórica con elementos legendarios sobre la vida del santo, fruto de la devoción del pueblo fiel». 

Entre lo que se sabe del santo, cabe destacar que el siete de julio no fue una fecha significativa en su vida ni en su muerte. De hecho, no se le comenzaría a rendir tributo en ese día hasta 1591, cuando el obispo Bernardo de Rojas y Sandoval trasladó, a petición del pueblo, la festividad en su nombre, celebrada hasta entonces el 10 de octubre, por ser más cálido el tiempo y para que coincidiera con la feria de ganado.

Según Goñi, San Fermín nació a mediados del siglo III en la romana Pompaelo, actual Pamplona, primogénito de un senador local, Firmo. Años después de su nacimiento llegó a la zona el predicador Honesto, discípulo de Saturnino de Toulouse (Francia) dispuesto a evangelizar una región en la cuál todavía se veneraba a los dioses romanos. Allí se encontró con Firmo y su familia, a los cuáles logró convencer de que abrazasen la Fé cristiana gracias a su oratoria.

Tras persuadir a los Firmo, Honesto volvió a Toulouse para informar a Saturnino de sus progresos. Éste decidió trasladarse a Pamplona, dónde convirtió en masa al pueblo pamplonica al cristianismo, incluyendo al jóven Fermín. Convencido de haber hecho lo correcto al abandonar los dioses paganos, Firmo entregó a su primogénito a Honesto para que le formara en la doctrina cristiana. Cuando éste le consideró apto, lo envió a Toulouse para que el obispo Honorato, sucesor de Saturnino, lo ordenase sacerdote, tras lo cuál éste volvió a la actual capital navarra.

Recién cumplidos los treinta años, Fermín abandonó su tierra por última vez para evangelizar las tierras de las Galias vecinas. Allí visitó Agen y Anjou, y después Beauvais, a dónde se dirigió, según Goñi «con entusiasmo y gozo, dispuesto a padecer por Cristo habiéndose enterado de que Valerio, gobernador de los belovacos, perseguía a los cristianos y los martirizaba». Allí fue encarcelado hasta que, muerto Valerio en una revuelta militar, acabó siendo liberado por sus sucesores.

El siguiente destino de San Fermín fue Amiens, dónde acabaría sufriéndo martirio a manos de Sebastián, el gobernador de la provincia, quién, azuzado por la persecución religiosa contra los cristianos decretada por el emperador Diocleciano, mandó apresarlo y decapitarlo. «Ordenó sus soldados que lo prendieran y lo encerraran en la cárcel, indicándoles que lo decapitaran silenciosamente por la noche y que escondieran su cuerpo para que no lo encontraran los cristianos y le tributaran honores» escribe Goñi. Precisamente para recordar esta decapitación los actuales corredores de los Sanfermines se anudan un pañuelo rojo al cuello.

Según el prefecto de liturgia, Sebastián tenía reservado al cuerpo del santo un destino cruel: «descuartizarlo y desparramarlo por los campos para que los cristianos no lo encontraran». Sin embargo, la rápida actuación del senador Faustiniano, «quién años atrás había recibido a Fermín a su llegada a Amiens y había sido bautizado por éste», salvó sus restos: «Faustiniano recogió secretamente los restos del santo obispo y los enterró en el sepulcro familiar de Abladene».

Fue también en Amiens donde se inició el culto al santo pamplonica. Según Goñi, «la tradición habla del hallazgo de sus reliquias a comienzos del 615. En el siglo XII el culto al santo adquirió gran esplendor y popularidad en la ciudad francesa, según las Actas de la Iglesia de Amiens, gracias al nuevo obispo Godofredo».

En Pamplona el culto a la figura de San Fermín no llegaría hasta 1186, cuando el obispo Pedro de París recibió unas reliquias del cráneo del mártir. Sin embargo, el culto al mismo pronto crecería en intensidad hasta el siglo XVII, cuando se inició una disputa entre seguidores de San Fermín y de San Francisco Javier, patrocinado por los jesuitas. Una disputa que quedó zanjada en 1657, cuando el Papa Alejandro VII proclamó a ambos co-patronos de Navarra.

Pese a estos datos, los detalles que se conservan de su biografía aparecen entremezclados con retazos legendarios e incluso no son pocos los que se plantean si de verdad existió. El último en defender que el santo no existió ha sido el historiador Roldán Jimeno, hijo del historiador pamplonés Jimeno Jurío, que defiende en una tesis la misma conclusión a la que llegaron en 1970 varios expertos navarros y arqueólogos de Amiens: que los retazos de la vida de San Fermín que han llegado hasta nuestros días carecen de base histórica.

Otros, sin embargo, encuentran motivos suficientes para defender que el santo vivió de verdad. «A pesar de que su existencia no puede testimoniarse con documentos históricos, no podemos concluir que San Fermín sea fruto de la devoción popular o de leyendas hagiográficas», explica Goñi en su texto. «Algún fundamento tuvieron aquellos cristianos de Amiens para atribuir como lugar de procedencia Pamplona, ciudad situada a mil kilómetros de distancia, al mártir y obispo, en lugar de permitir que alguna Iglesia de Francia pudiera apropiarse de un hijo tan ilustre». Además, recuerda que «la diócesis de Pamplona cuenta actualmente con un obispo, que tuvo un antecesor, que a su vez sucedió a otro, y éste a otro. Alguna vez uno de ellos tuvo que ser el primero ¿Se llamaba Fermín?».