SAN JUAN EUDES
Juan Eudes nació en Ri (Francia), el 14 de noviembre de 1601. Hijo de una pareja de buenos normandos y fervorosos cristianos, recibió desde pequeño la formación que un hogar de esos quilates podía dar entonces. Una niñez harto normal, una etapa de estudios bastante completa en el colegio de los Jesuítas, y un proceso de discernimiento espiritual que lo llevará a optar por el sacerdocio en la recién fundada Congregación del Oratorio, del Card. de Bérulle. A partir de allí se inició una fecunda y exigente vida de misionero que lo llevará por muchos caminos de Francia, lo pondrá en contcto con la dolorosa realidad de un país cristiano en crisis de fe y le permitirá convertirse en misionero y profeta de la misericordia. Juan Eudes, discípulo tanto de Bérulle como de Francisco de Sales, abreva su espíritu en ambas corrientes teológicas, y de ambas alimentó la coherente espiritualidad que dará sentido a su vida entera y nutrirá su vena de escritor popular. De ese doble hontanar se alimentó el riachuelo que ya comenzaba a notarse en el joven sacerdote oratoriano, y que pronto se convertirá en un poderoso torrente espiritual. Ambas corrientes fundarán y estimularán su espíritu misionero. El P. Eudes parte de un principio unificador: el cuidado y ocupación principal de todo bautizado consiste en formar y establecer (a Jesús) dentro de nosotros, en hacer que allí viva y reine. Porque ser cristiano y ser santo es una misma cosa. Pero sitúa siempre, así sea de modo latente, este leitmotif espiritual sobre el telón de fondo de una misericordia comprometida y eficaz. Encontramos aquí una coherencia radical entre vida concreta y doctrina espiritual, un engranaje perfecto entre la propia experiencia existencial, el apostolado misionero, las fundaciones, la doctrina de la misericordia y la espiritualidad del Corazón de Jesús y María. Por eso, no es exagerado afirmar que el eje de todo su proyecto espiritual fue el concepto de misericordia. Aunque se explicitó de forma relativamente tardía en sus escritos, podemos decir que marcó su vida entera. Desde los inicios de su ministerio Juan Eudes siente, recibe y cumple -afectiva pero real y comprometidamente- esta misericordia en su propia vida y en la de los demás; y ella le da unidad a su acción apostólica, lo empuja constantemente a ir más allá de la mera sensibilidad ante la desgracia y lo impulsa a promover determinadas acciones misioneras y fundaciones religiosas. Evangelizado y evangelizador Había aprendido a reconocer en todas partes la presencia de Dios, incluso en la experiencia concreta y en todos los acontecimientos. No se hablaba entonces de signos de los tiempos, pero Juan Eudes los entendía y vivía plenamente. Uno de esos signos fue sin duda para el aquella peste de Súez, en 1627. Entonces, el joven sacerdote, que apenas acababa de superar una larga y dolorosa enfermedad que prácticamente lo había inutilizado, decidió ir en auxilio de quienes más lo necesitaban -los apestados, abandonados de todo recurso espiritual- para llevarles los sacramentos, signos de la misericordia de Dios. Fue éste su primer encuentro con los pobres, los pequeños, los abandonados. Tres años más tarde, en Caen, se repetirá tan difícil experiencia. Serán entonces más fuertes la caridad y el compromiso para con los hermanos sufrientes que las razones de quienes intentaban disuadirlo de lo que parecía una peligrosa chifladura. Estas primeras actividades que realizó como sacerdote y como misionero eran gestos que hablaban de la misericordia y hacían la misericordia. Gestos significativos que eran ya misión, una predicación silenciosa de aquellas que alababa Pablo VI en la EN8. Gestos que lo marcaron y lo pusieron para siempre en el camino que baja de Jerusalén a Jericó. En adelante su presencia misionera al lado de cualquier Jesús que sufre ir llenando de realismo su espiritualidad y su ministerio. Todos sus compromisos apostólicos tendrán que ver con esa profunda experiencia. El abismo de mis miserias llama al abismo de sus misericordias, exclama en su personal Magníficat. Habiendo experimentado, él mismo, la misericordia de Dios en su propia vida, quiso agradecerla dedicándose a predicarla y transmitirla. Los caminos misioneros de Francia conservan aun el recuerdo de sus pasos. De ese fervor evangelizador y de esa pasión por el Reino surgiría aquel otro elemento clave de su espiritualidad que fue la devoción al Corazón de Cristo, unido indisolublemente al Corazón de María. Y es que, como ha escrito alguien, Juan Eudes fue un hombre de corazón y un hombre del Corazón: en esto consiste su máximo aporte al cristocentrismo de la escuela beruliana. El camino de la misericordia Porque la historia no se quedá en la anécdota. En un momento crítico de su propia vida y de la historia, Juan Eudes sabría apostar definitivamente por el camino de la misericordia; y al hacerlo así, apostaría por la santidad verdadera. Puede decirse que la misericordia lo hizo misionero y lo motivó a entregar su vida entera a un empeño que constituyó como la espina dorsal de su ministerio: desde 1627 a 1680, año de su muerte, jamás supo lo que fue el descanso. Juan Eudes sería, ante todo y por encima de todo, un sacerdote misionero, como gustaba firmar sus cartas. Ese incansable andar misionero -el anuncio de la Buena noticia: la misericordia se ha hecho ya presente en la historia de los hombres-, no sería sino una verbalización de aquella experiencia íntima, inicial y continuada, de la máxima misericordia divina: evangelizar -reitera a sus eudistas- es anunciar al hombre, especialmente al más lleno de miserias -miserable- la buena noticia de que Dios lo ama, que lo lleva en su corazón de Padre y está dispuesto a jugarse todo por salvarlo.. El trato con la gente le había permitido conocer muy de cerca no sólo los vicios morales que pululaban en todos los estamentos de la sociedad sino también los hondos males que aquejaban al Pueblo de Dios. El sabía bien cuáles eran las miserias de los miserables. Había palpado la dolorosa miseria humana y social de las multitudes, la ignorancia religiosa de los que se decían creyentes y su alejamiento del auténtico compromiso cristiano; había experimentado también la situación del clero, agobiado por la ignorancia, la pobreza material y su falta de espíritu apostólico. Acuciado por esta realidad, el P. Eudes fue descubriendo su propio camino "de Jerusalén a Jericó". La pasión por el hombre - "las almas", dice él, con el lenguaje de su época- lo devora: "Si por mí fuera, me iría a París a gritar en la Sorbona y demás colegios: "¡fuego, fuego!. Sí, el fuego del infierno está consumiendo el universo. Vengan ustedes, señores doctores, vengan ustedes, señores bachilleres, vengan señores abades, vengan todos ustedes, señores eclesiásticos y ayuden a apagarlo". Cuando el celo presiona Desde esta perspectiva se entienden mejor sus numerosas fundaciones. Porque al estudiar su vida y su obra descubrimos, cada vez mejor, cómo estas fundaciones constituyeron, en cuanto evangelización, auténticas obras de misericordia, o sea, maneras concretas de expresar su apuesta definitiva por la misericordia divina. Apelando a una categoría moderna podemos decir que Juan Eudes también se dejó evangelizar por "los pobres", valga decir, por las prostitutas y los incontables hombres y mujeres que vegetaban en la muerte debido a que nadie les había hablado de la Vida. Fue esa experiencia la que activó su carisma fundador. Bastaría con recordar aquel episodio citado por el P. Emile Georges, que opera en las raíces de la orden de N.S. de la Caridad. El P. Eudes no era un fundador "profesional" sino un hombre de Dios que iba respondiendo, a medida de sus recursos, a los clamores de la misericordia, a las necesidades concretas de su época, que para él representaban auténticos mensajes del Espíritu. Era un hombre que sabía leer la acción de Dios incluso en los fracasos, que se dejaba interpelar en serio por los signos de su tiempo, y cuyo mayor deseo era hacer eficaz la misericordia. No existía en sus proyectos ninguna intención moralizante: había que realizarlos, simplemente, porque el Dios misericordioso así lo quería; eran una consecuencia normal de su seguimiento de Cristo, y de su atención a la misericordia del Padre: para él se trataba sólo de cristificar al hombre, sobre todo a aquellos hombres cuya imagen de Dios estaba más deteriorada por el pecado o por la miseria. Es precisamente en 1644, año en que se consolidaba en Francia el rigorismo jansenista, cuando Juan Eudes funda la Orden de N.S. de la Caridad, coincidiendo con una toma de conciencia cada vez más viva de lo que es esa misericordia divina. Ha descubierto, de una manera concreta, que Dios ama y, porque ama, salva, perdona. Y se siente llamado a ser personalmente instrumento de ese amor salvador en uno de los campos más dramáticamente olvidados de la pastoral de entonces: la prostitución. También en el nacimiento de la Congregación de Jesús y María (PP. Eudistas) hay una experiencia de misericordia; le dolía intensamente la Iglesia, le dolían las gentes que andaban "como ovejas sin pastor"; y se dejó interpelar por el amor de Dios que, en Jesús, viene a "salvar lo que estaba perdido". Expresión última y acabada de la misericordia del Padre. Si "un alma vale más que mil mundos", es menester que alguien se dedique a tiempo completo a formar a quienes deben salvarla. Y urgido por tan angustiadas convicciones, se decide a abandonar el Oratorio para fundar su pequeña congregación. Formar al clero era sólo una manera de colocarse en el camino de la misericordia que salva y que necesita canales dignos de esa tarea. En una carta al P. Manoury, primer formador de los nuevos eudistas, el P. Eudes se expresaba: "Cuide de formarlos en el Espíritu de Nuestro Señor, que es espíritu de desasimiento y de renuncia a todo y a sí mismo; espíritu de sumisión y abandono a la divina voluntad manifestada por el evangelio y por las reglas de la congregación..., espíritu de puro amor a Dios..., espíritu de devoción singular a Jesús y María..., espíritu de amor a la cruz de Jesús o sea al desprecio, la pobreza y el sufrimiento..., espíritu de odio y horror a todo pecado..., espíritu de caridad fraterna y cordial al prójimo, a los de la congregación, a los pobres..., espíritu de amor, respeto y estima por la iglesia". Maestro de la misericordia Porque nuestro santo no se contenta con ser, él mismo, coherente; su deseo es que todos los cristianos se dejen llenar por ese espíritu de la misericordia divina, su anhelo es que todos los bautizados, especialmente los sacerdotes, sean también "misioneros de la misericordia". La pasión por el reinado de Jesús en los corazones de los hombres, realmente lo devora. Conociendo bien la penosa situación, moral y espiritual, del clero y del pueblo cristiano de la época, percibe y siente en todo su ser la urgencia de la evangelización y de la formación de buenos obreros para llevar adelante un servicio eficaz del evangelio. Y a esa doble tarea dedica lo mejor de sus esfuerzos. Aquel mismo año de 1644, cuando, por un lado, se consolida el jansenismo y, por el otro, él funda a N. S. de la Caridad, el P. Eudes concluye sus Consejos a los confesores; se trata de un breve escrito que rezuma aquel delicado sentido de caridad pastoral que el Vaticano II y, más recientemente, Juan Pablo II, retomando una densa herencia patrística, han presentado como nota constitutiva del verdadero pastor según el Corazón de Cristo. Allí Juan Eudes nos desliza una de sus escasas confidencias personales: "Conozco muy bien a alguien que ha sido escogido por la divina misericordia para trabajar en la conversión de los pecadores; encontrándose perplejo sobre cómo debía conducirse con ellos, si usar de bondad o de rigor, si mezclar los dos..., recurrió en la oración la Santísima Virgen, su habitual refugio. Antes de que hubiera comunicado a alguien sus inquietudes, la Madre de las Misericordias le inspiró a través de un mensajero: cuando prediques usa las armas poderosas y terribles de la Palabra de Dios para combatir, destruir y aplastar el pecado en las almas, pero cuando te encuentres a solas con el pecador, háblale con bondad, benignidad, paciencia y caridad". Por eso, recomienda a los confesores a acoger y tratar al penitente "con un corazón verdaderamente paternal, es decir, con una gran cordialidad, benignidad y compasión", e incitarlo a la confianza. Y explica: "con entrañas de misericordia y con el corazón lleno de amor a cuantos se presenten a la confesión, sin hacer acepción de personas ni obrar con preferencias, salvo cuando se trate de enfermos o inválidos, de mujeres encinta o que están criando sus hijos, de aquellos que vienen de lejos..."21. "Si se le ve temeroso y con alguna desconfianza de obtener el perdón de sus pecados, hay que levantarle el ánimo y fortalecerlo, haciéndole ver que Dios tiene un gran deseo de perdonarle; que se alegra mucho en la penitencia de los grandes pecadores; que cuanto más grande es nuestra miseria, más glorificada es en nosotros la misericordia de Dios; que Nuestro Señor ha orado a su Padre por los que lo han crucificado, para enseñarnos que, aún cuando lo hubiéramos crucificado con nuestras propias manos, nos perdonaría muy espontáneamente si se lo pidiéramos". Uno se siente aquí muy lejos ya del rigorismo agustiniano y jansenista. Apelando a un lugar común podemos afirmar que el "celo por la salvación de las almas" realmente lo devoraba. Esta expresión -que hoy es poco aceptada pues se entiende mejor que el hombre no es sólo alma y que Dios salva al hombre completo- traduce bien la calidad apostólica de santos como Juan Eudes. Aparte de que la importancia dada por él al compromiso concreto nos permite captar en su pensamiento una intuición de lo que en el lenguaje bíblico significaba el "alma": no la parte espiritual en confrontación con el cuerpo -lo material- sino la identidad total del hombre, materia y espíritu, tal como ha salido de las manos de Dios. Encarnados con el Encarnado Está claro que existe una significativa distancia cultural entre el siglo XVII francés y nuestra época, en cuanto al sentido de la palabra misericordia. Y conviene precisar esta diferencia a la hora de presentar el mensaje eudiano si queremos que sea captado a plenitud por los hombres de nuestro tiempo. Hoy se ha empobrecido hasta tal punto su significado que parece ser un simple sinónimo de lástima o de piedad para con el culpable. Para Juan Eudes, en cambio, misericordia era mansedumbre, clemencia, paciencia y comprensión frente a la falta del otro, pero sobre todo amor, piedad, generosidad. La misericordia era celo por la causa del hombre, un intenso sentimiento de piedad, generosidad; no mera conmiseración ante el sufrimiento ajeno, sino expresión plena y comprometida de un amor que trata de llevar a todos una salvación eficaz, concreta, pero al estilo de Dios. Así lo expresaría en un texto célebre, sobre el que volveremos reiteradamente: "Tres cosas se requieren para que haya misericordia. La primera es tener compasión de la miseria del otro, pues misericordioso es quien lleva en su corazón las miserias de los miserables. La segunda consiste en tener una voluntad decidida de socorrerlos en sus miserias. Y la tercera es pasar de la voluntad a los hechos". Como veremos en detalle luego, Juan Eudes apoya su doctrina sobre la misericordia en aquel profundo sentido de la encarnación de Dios tan caro a los maestros de la espiritualidad beruliana. Exclama: "nuestro Redentor se encarnó para ejercer de este modo su misericordia con nosotros", es decir, para pasar de la misericordia del Corazón de Dios a la misericordia de los hechos salvadores. El mensaje resulta evidente: Jesús personifica la misericordia divina, la misericordia activa y viviente de un Dios que viene a salvar a los malheridos del camino a Jericó. En la persona de Jesús, Dios se acerca gratuitamente a quienes están en desgracia y son incapaces de liberarse a sí mismos. Porque Jesús es el Corazón humano de Dios - hermoso hallazgo teológico eudiano - que ha asumido todas nuestras miserias para liberarnos de ellas. Y es esa misma actitud - "llevar en el corazón" - la que Dios nos pide a nosotros frente al prójimo. Juan Eudes lo reitera, bajo diversas formas, a lo largo de sus obras: no hay otra forma de vivir el amor misericordioso de Jesús. Ella traduce y resume una experiencia fundamental que atestigua todo lo demás: ser cristiano es ser capaz de abrirse suficientemente, desde lo más profundo, para acoger en su vida al "otro": a Dios, al prójimo, y, en particular, a quien experimenta cualquier tipo de miseria. Un corazón auténticamente cristiano es aquel que, ante todo, sabe recibir y acoger a un Dios esencialmente gratuito, pero que, con Dios y como Dios, sabe acoger también las miserias de los demás de tal modo que lo impresionen, lo habiten en lo más profundo de su ser, y lo dinamicen hacia una acción comprometida y coherente. En manos de la Gracia Por eso, a nivel de medios, lejos de todo delirio prometeico y de toda pretensión voluntarista, Juan Eudes entiende que en esa tarea, incómoda y difícil, lo primero es la gracia de Dios, pues todo depende de él que es quien actúa en nosotros: "¿ Qué somos nosotros, hermanos míos, para que Dios nos emplee en tan sublimes ministerios? ¿Para que se digne escogernos a nosotros, miserables pecadores como instrumentos de sus divinas misericordias?". De ahí su insistencia en la oración constante. Sin embargo, lejos de cualquier delirio pietista, subraya también la necesidad de "poner siempre toda la carne en el asador": hay que restearse con la tarea, trabajando como si todo dependiera de nosotros, trabajando de todo corazón, por el ejemplo -testimonio- y por la eficacia de la acción. Hemos de dejar que, ante los problemas que acongojan al prójimo, nos tiemble el corazón de amor hasta tal punto que no nos quede otro remedio que pasar a la acción en busca de alivio. Se trata de amar hasta que duela. Porque el dar de la verdadera misericordia no es cuestión de simple cantidad, sino de calidad, de una actitud vital con que se comparte con los demás. Lo importante no es dar cosas sino darse uno mismo. Para nuestro hombre ésta es la forma privilegiada de glorificar a Dios. Como misionero, como formador de sacerdotes y como fundador de Institutos religiosos, supo subrayar la unión estrecha que existe entre la misericordia de Dios, nuestro compromiso cristiano y la virtud de religión: el auténtico culto deriva en celo apostólico y éste se expresa con trazos de misericordia porque -afirma- anunciar el evangelio es simplemente anunciar la misericordia de Dios, y este anuncio hay que hacerlo con palabras claras y obras coherentes. Evangelizar es anunciar a los "miserables" la buena noticia de que Dios los ama, que los "lleva en su corazón"; y para esto el misionero sólo tiene un camino: llevarlos también él en su propio corazón. Y de este modo el Padre es glorificado. Por eso se atreve a exclamar: "Nada deseo personalmente, pero si Dios me exigiera expresar mi querer, escogería seguir viviendo indefinidamente, para ayudar a salvar las almas". A partir de esta convicción, Juan Eudes el místico se hace activo, el contemplativo se convierte en misionero, testigo y fundador. Porque se trata de "pasar de la voluntad al hecho". No bastan los bellos sentimientos y las hermosas palabras. Hay que pasar del 'llevar las miserias ajenas en el corazón" a los efectos concretos de la misericordia. Escuchándolo evocamos a Santiago: una fe sin obras es una fe muerta. Y es que él entendía bien que estamos radicalmente al servicio de la misericordia de Dios, que nosotros somos los verdaderos ángeles de Dios: somos las manos, los pies, el corazón del Dios salvador, porque "Dios no tiene más manos que las nuestras", como dijera hermosamente Teresa de Ávila. En resumen, evangelización, celo y misericordia, son las tres dimensiones, fundamentales e interrelacionadas, de su pensamiento y de su acción ministerial entera. En esta perspectiva sitúa el ministerio del misionero. Espiritualidad de encarnación Por tanto, no podemos acusar al pensamiento eudiano de espiritualista, como si no le importaran sino las cosas espirituales, olvidado de las necesidades materiales de la gente. De hecho él estaba muy consciente de estas miserias humanas y sociales, pero las veía como una expresión, un síntoma y una consecuencia de la miseria más profunda y radical y la raíz de todas las demás miserias, que es el pecado. Por eso, la "más divina de todas las cosas divinas es la salvación de las almas". Como normando sensible, práctico y eficiente, nos enseña que es a través nuestro como Cristo quiere realizar su misericordia salvadora. Aunque vivía en un denso mundo espiritual, entendía que la misericordia de Dios no es una noción abstracta, sino la presencia real, muy real, de Dios encarnado en el mundo de los hombres, en los acontecimientos cotidianos. Andrés Pioger subraya cómo sus contemporáneos se sentían conmovidos por esta actitud testimonial del pequeño gran santo: "Aun fuera de Caen, Juan Eudes se interesa vivamente por los enfermos. Cuando hace la misión en las grandes ciudades establece casas de refugio para los pobres y los enfermos; acomoda a los ancianos y a los que están en mala situación... En Autun, en 1647, hace reparar el hospital de Los Transeúntes y decide la construcción de uno nuevo para los enfermos y para poner allí a los pobres médicos... Donde no crea hospitales visita siempre los que ya existían... Porque no quiere sólo socorrer materialmente sino dedicarse a cultivar las almas...". Obviamente, Juan Eudes era deudor de las ideas de su época. Por eso su concepción de la misión, que obedecía a una mentalidad de nueva cristiandad, difiere de otras más modernas, en las que se enfatiza más el compromiso estructural que las "obras de misericordia". Y no podemos pedirle a un hombre del s. XVII, por más santo que fuera, que tuviera las ideas de un misionero postVaticano II. Lo importante es ver cómo él, a su modo, no separaba jamás aquellas cuatro dimensiones de la misión, que citaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: el compromiso, el anuncio, el testimonio y la denuncia. No hacía del trabajo por los pobres un simple compromiso social, porque lo suyo era servir el Reinado de Jesús en los hombres, pero tampoco convertía su predicación en un desencarnado anuncio de verdades abstractas o de eslóganes ideológicos. Por otra parte, aparece clara su convicción de que no se trataba de un trabajo social más, que podía favorecer la evangelización, de una pre-evangelización como se dice a veces, sino de una verdadera evangelización puesto que su finalidad era la conversión a Cristo. Y cuando había que enfrentarse a los responsables de cualquier sufrimiento injusto, así fueran el rey o la reina, lo hacía con claridad, valentía y misericordia. Su misma concepción de la grandeza del ministerio sacerdotal no obedecía a criterios de poder o grandeza humana -ésos que hoy tanto chocan a la teología moderna- sino a la convicción de que el sacerdote, en cuanto tal, tiene, como casi exclusiva tarea, ser misionero y tesorero del Padre de las misericordias33. Por eso sentía la urgencia de contagiar a los hermanos sacerdotes el ardor quemante de su propia experiencia misionera. Escribe, por ejemplo, durante la misión de Vatesville: "Son maravillosos los frutos que recogen los confesores. Pero lo que nos aflige es que ni la cuarta parte se podrá confesar. Estamos abrumados. (...) ¿Qué están haciendo en París tantos doctores y bachilleres, mientras las almas perecen por millares, porque nadie les tiene una mano para retirarlas de la perdición?". La dramática experiencia de su propia vida, sumada a la constatación de los ingentes problemas que vivían el mundo y la Iglesia, alimentaron sin duda su pesimismo ante las reales posibilidades del hombre. Pero aun así, supo proponer y mantener una propuesta de vida cristiana siempre equilibrada y sana, aunque exigente. Por eso, a Juan Eudes se le puede aplicar lo que él mismo escribiera de María: contempló, amó y llevó en su corazón el Corazón de Cristo, hasta hacerse con él un solo corazón. También él se dejó habitar y dinamizar por el Corazón de Dios, que es Cristo. Fue este Corazón el que lo condujo hasta sus hermanos y hermanas en necesidad; fue este Corazón el que lo aventó, sin descanso, por los caminos de la misión; y fue este mismo corazón le permitió situar su carisma y su misión entre la miseria del hombre y la misericordia del Dios-Amor que quiere que todo hombre se salve. El precio era la cruz Parecía inevitable que por esa opción debiera pagar un alto precio en luchas dolorosas, dentro de aquel contexto histórico tan complejo; y lo pagó con entereza, gallardía y ecuanimidad: "Si hemos de soportar alguna molestia o fatiga no es del caso desanimarnos o quejarnos por tan poca cosa. Aun si tuviéramos que enfrentar la muerte, ¿no deberíamos acaso considerarnos inmensamente afortunados?". Su abandono del Oratorio le atrajo la inquina de muchos de sus antiguos hermanos, y su lucha contra el rigor desmedido del jansenismo le acarreó tormentas y horas muy difíciles. Pero él no rehuyó la cruz, demostrando así hasta qué punto su apuesta por la misericordia era auténtica y comprometida: "La divina misericordia me ha hecho pasar por numerosas tribulaciones, y éste ha sido uno de los más insignes favores que de ella he recibido, porque me han sido extremadamente útiles, y Dios me ha librado siempre de ellas". Más aún, para él esas persecuciones no eran simple cruz sino que se situaban también en el camino de la misericordia divina: "Después de una desolación de seis años, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo se ha dignado enjugar mis lágrimas y cambiar mi amargura en un gozo increíble. Sea por ello alabado y bendecido eternamente". Estaba consciente, y así lo escribiría más tarde, de que no hay redención sin sangre; por eso veía en el martirio "la cima, la perfección y culminación de la vida cristiana... el milagro más insigne que Dios realiza en los cristianos..., el favor más señalado que hace Cristo a los que ama... En los mártires resplandece de preferencia el poder admirable de su divino amor...". Y, coherentemente, pediría con insistencia esa gracia; testimonio de ello es el hermoso "Voto de Martirio" que nos legó. No fue le concedida dicha gracia, pero le fue regalada otra quizás más grande: el convertirse en misionero y profeta de la misericordia de Dios. Por eso, ya en el atardecer de su vida pudo exclamar: "Aunque ya estoy viejo (74 años), predico casi todos los días, confieso, y atiendo infinidad de asuntos. Todas estas fatigas nada cuestan cuando se tiene el consuelo de ver cómo los pueblos corresponden a lo que se hace por su salvación". De esa manera, Juan Eudes se nos revela como un auténtico profeta de la misericordia, en una época en la que se imponían tántas corrientes rigoristas. Y a partir de esa pasión que lo devoraba delineó un camino de santidad basado en la mística del amor comprometido. En él, la misión y el ministerio aparecen como las dos caras de la existencia cristiana, un lazo concreto y visible entre el amor de Dios y la miseria humana. Ello sintetiza todo su proyecto espiritual y misionero. Y ello sería así hasta aquella tarde del 19 de agosto de 1680, cuando expiraba repitiendo una y otra vez: "¡Jesús es mi todo!" |