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sábado, 31 de mayo de 2014

PASTORAL: SANTO DEL DIA

Justino nació el año 100 en Naplusa (Palestina), ciudad romana y pagana, construida en el emplazamiento de la antigua Siquem, no lejos del pozo de Jacob, donde Jesús anunció a la Samaritana el culto nuevo. Naplusa era una ciudad reciente en la que florecían el granado y el limonero, encajada entre dos colinas a mitad de camino entre la frondosa Galilea y Jerusalén.
Los padres de Justino eran colonos acomodados; puede que fueran de esos veteranos dotados de tierras por el Imperio; esto explicaría en el filósofo su rectitud de carácter, su gusto por la exactitud histórica. No posee ni la flexibilidad ni la sutilidad dialéctica de un heleno. Vivió en contacto con judíos y samaritanos.

 De naturaleza noble, prendado de lo absoluto, desde joven supo gustar la filosofía, en el sentido que entonces se le daba: no una especulación, sino persecución de la sabiduría que lleva a Dios. La filosofía lo condujo, etapa tras etapa, hasta el umbral de la fe. El mismo Justino nos cuenta, en el Diálogo con el judío Trifón, el largo itinerario de su búsqueda, sin que nos sea posible distinguir entre el artificio literario y la autobiografía. En Naplusa siguió primero las clases de un estoico y después las de un discípulo de Aristóteles, al que abandonó pronto para acudir a un platónico. En su ingenuidad, esperaba que la filosofía de Platón le permitiría «ver inmediatamente a Dios».

Retirado a la soledad, meditaba sobre la visión de Dios, sin que su inquietud se sosegase, cuando tuvo lugar el encuentro nocturno con aquel anciano en la playa. Éste le mostró que el alma humana no podía alcanzar a Dios por sus propios medios; el cristianismo era la única verdadera filosofía, que lleva a su cumplimiento todas las verdades parciales: «Platón prepara para el cristianismo».

La Iglesia acogió a Justino y, con él, a Platón. Cuando se hizo cristiano en el año 130, el filósofo, lejos de abandonar la filosofía, afirma haber encontrado en el cristianismo la única filosofía segura que colma todos sus deseos. Siempre lleva puesto el manto de los filósofos. Para él es un título de nobleza.

Justino sabía ver la parte de verdad contenida en todos los sistemas. Le gustaba decir que los filósofos eran cristia­nos sin saberlo. Y justifica esta afirmación con un argumento tomado de la apologética judía, que pretendía que los pensadores debían lo mejor de sus doctrinas a los libros de Moisés. Para él, el Verbo de Dios ilumina a todos los hombres, lo cual explica las partes de verdad que se encuentran en los filósofos. Los cristianos no tienen nada que envidiarles, porque poseen al Verbo mismo de Dios, que no solamente guía la historia de Israel, sino toda búsqueda sincera de Dios. Esta generosa visión de la historia encierra una intuición de genio que, después de Ireneo de Lyon, será recogida desde san Agustín a san Buenaventura, y más recientemente por Maurice Blondel. Está particularmente cercana a nuestra problemática de hoy día.

Justino no se preocupa más que de la doctrina y de la autenticidad del testimonio. Los argumentos que desarrolla tienen una historia: la suya propia. El ha conocido personalmente las tentaciones contra las que nos pone en guardia. El testimonio de la obra de Justino conserva todo su valor para aquel que se decide a seguirlo.

Nadie ha creído en Sócrates hasta morir por lo que éste enseñaba. Pero, por Cristo, artesanos y hasta ignorantes han despreciado el miedo a la muerte». Estas nobles palabras las dirige Justino al Senado de Roma. También a él le toca aceptar la muerte por la fe que había recibido y transmitido. En el momento de su martirio, el filósofo cristiano no está solo, sino rodeado de sus discípulos. Las actas nos citan seis de ellos. Esta presencia, esta fidelidad hasta en la muerte, eran el homenaje más emocionante que se pueda ofrecer a un maestro de sabiduría.






En este hombre de hace dieciocho siglos percibimos el eco de nuestras inquietudes, de nuestras objeciones y de nuestras certezas. Es un contemporáneo nuestro por su apertura de alma, por su voluntad de diálogo, por su capacidad de comprensión.
Justino, un laico, un intelectual, ilustra el diálogo que comienza entre la fe y la filosofía, entre cristianos y judíos, entre Oriente, donde él había nacido, y Occidente, donde abre una escuela: en Roma al cabo de numerosas etapas. Su vida fue una larga búsqueda de la verdad. Para este filósofo, el cristianismo no es una doctrina, ni siquiera un sistema, si no una persona: el Verbo encarnado y crucificado en Jesús, que le desvela el misterio de Dios.
Había viajado, interrogado, sufrido, con el fin de encontrar lo verdadero. Sin duda por esta razón nosotros descubrimos detrás de lo que él descubre un desprendimiento, incluso una desnudez que es lo que avala a su testimonio. Este filósofo del año 150 está más cercano a nosotros que muchos de los: pensadores modernos. Muere el año 165.