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miércoles, 10 de septiembre de 2014

DESDE MI CALLE




PI Y MARGALL
Su discurso en la Unión Escolar


 El 19 de Noviembre del año 2001, la Unión Escolar estaba llena de público. El viejo caudillo republicano habló así:

"Queridos escolares: Con gran satisfacción me encuentro entre vosotros. Vosotros sóis los hombres del porvenir, yo un hombre del pasado: conveniente es que lo pasado y lo por venir se vean y se entiendan.
Nosotros, los hombres de mi tiempo, hemos luchado vigorosamente por establecer y arraigar los principios de la democracia, dejar absolutamente libres el pensamiento y la conciencia, y asentar las instituciones nacionales sobre la base de la soberanía del pueblo.
No lo hemos conseguido todo: a vosotros corresponde  coronar la obra.
Ha surgido ahora una cuestión que preocupa los ánimos: la cuestión religiosa. Se la ha reducido por de pronto a la de si deben o no desaparecer las comunidades a la religión consagradas. Yo estoy por la supresión total de las congregaciones religiosas.
Es antigua esa cuestión de las comunidades. El año 1820 se cerró ya las Órdenes monacales y se empezó a poner en venta los inmensos bienes que poseían.Restauró las cosas al ser y estado que antes tenían Fernando VII apenas se vió dueño y árbitro de su voluntad, merced a las armas del duque de Angulema; pero a la muerte del rey renació la cuestión con mayor fuerza e ímpetu que nunca. El año 1834 invadió el pueblo los conventos de Madrid y degolló a los frailes, y el año 1835, en Reus y en Barcelona, se incendiaron los conventos  y se abolieron las Órdenes religiosas. No tuvo que hacer grandes esfuerzos Mendizábal para abolirlos de todo el Reino, pues ya entonces estaban, de hecho, abolidos. Se les abolió por una ley en Cortes el año 1837. Todo desapareció, monjes y monasterios, y pasamos cerca de medio siglo sin Órdenes de ningún género.
En realidad, ese movimiento contra las comundades fué debido más a la pasión política que a un razonado estudio. A la muerte del rey, no ignoráis que nació una guerra civil sobre la cuestión del trono. Los dos pretendientes se hicieron representantes de principios opuestos: Don Carlos enarboló la bandera del absolutismo y Doña Isabel, bien que tímidamente, la del liberalismo. La guerra fué larga, tenaz, sangrienta, y pusiéronse de parte de Don Carlos, no sólo muchas comunidades, sino también muchos prelados. El pueblo, que veía la manera cómo esas instituciones apoyaban a Don Carlos, cobró odio a las comunidades y aún al clero. De aquí las matanzas y los incendios.
He retoñado ahora la cuestión. ¿Cómo? Subrepticiamente, se fué creando comunidades bajo gobiernos débiles y a éstas vinieron a añadirse las muchas que arrojó de su territorio la vecina república. Se les dió cierto carácter con la Ley de Asociaciones, y a las comunidades, viendo cada días más incuriosos a los gobiernos, llegaron a crearlas sin ley ni freno, llegando a creer que por su carácter sagrado no obedecerían a más leyes que a sus estatutos; de aquí la invasión que hoy vemos en todos los ámbitos del Reino. Sólo en Madrid, y alrededores de Madrid, !Qué de Órdenes no se han establecido! !Qué de conventos no se han construído en pocos años! Millones han debido tener para esas obras. Aquí, donde el Estado no puede hacer sino en muchos años las obras que proyecta.
Ya hoy conviene examinar la cuestión de las comunidades bajo un orden de ideas distinto. Lo he dicho en las Cortes y lo repetiré aquí, para que tengáis razones sólidas para combatirlas. Las comunidades religiosas son antihumanas, antisociales, antieconómicas. Los individuos que las constituyen empiezan por romper los vínculos de la naturaleza. Abandonan a sus padres y a sus hermanos, y no piensan sino en reposo terrestre y en bienandanza celeste.  Huyen del trabajo, y levantan entre ellos y el mundo un infranqueable convento. Como no se  fundan con capital propio, han de vivir sobre el país, aquí pidiendo la limosna, allí cuestando herencias y legados, en perjuicio de los deudos de los que mueren. Corporaciones permanentes autorizan  lo que adquieren, y retiran de la circulación bienes que podrían ser riquezas, riquezas que podrían ser la felicidad de muchos. Los frailes y las monjas se hacen siervos de la Comunidad por votos perpetuos, servidumbre no consentida por nuestras leyes. No es lícita aquí ni aún la servidumbre voluntaria. Si os fijáis en esas consideraciones, rechazaréis todos, sin duda, las comunidades religiosas.
La cuestión religiosa no está toda cifrada en las comunidades. La Iglesia, fuera de las comunidades, tiende constantamente a reducir y anular la libertad de pensamiento. Créense órgano de Dios, de la verdad absoluta, y no admiten que se les ponga enfrente otros preceptos ni otros dogmas. Así véis, constantemente,  a los prelados combatiendo la libertad del pensamiento y la conciencia, llegando a decir a sus fieles que deben resistirse, aún con el martirio, al cumplimiento de las leyes con que el Estado vulnera los derechos de la Iglesia. Esto es de todo punto necesario que desaparezca. La misma diversidad de cultos impone el justo respeto a todos los que existen y a los que, en adelante, existan. Es hoy la libertad de cultos condición de orden.
Ese respeto a todos los cultos existió ya en los siglos medios. Vivían aquí, con personalidad jurídica, los cristianos, los moros y los judíos, y para sus declaraciones ante los Tribunales, tenían fórmulas de juramento distintas.  La intransigencia católica empezó principalmente cuando hubimos arrojado del territorio a los árabes en Granada. El día 2 de enero del año 1492, se enarboló en las torres del Alhambra el pendón de Castilla y, en el mes de mayo, se expulsaba a los judíos. Se había establecido ya, antes, el Tribunal del Santo Oficio, pero entonces extremó sus bárbaros rigores. Quiere ser la religión católicas dueña y señora del pensamiento del hombre, y ni aún en la interpretación de sus fórmulas, ni de sus principios morales, reconoce en nadie libertad alguna. Os dejará que pongáis en duda su moral y su historia, pero no su dogna de la Trinidad, ni de la Inmaculada Concepción de la Virgen y el de la transformación del vino y del pan de Cristo, en Su cuerpo y en Su sangre.
Os quiere la Iglesia sumisos a sus preceptos, con el pensamiento reducido a sus mixtificaciones, y si no lo consigue, no es porque una y otra vez no lo intente, y si mañana surgiera otra guerra, no volviese a alzar sus pendones por Don Carlos. Vengo yo a daros la voz de alerta para que no dejéis nunca en pie tan absurdas pretensiones y las rechacéis con toda vuestra energía. Conservad en todo la independencia de vuestro espíritu. Sed respetuosos para con vuestros maestros y con los autores de vuestros libros de enseñanza, pero no juréis nunca sobre la palabra del escritor ni del maestro. Debéis leer a los unos y oir a los otros, examinando si las ideas que os dan son conformes a vuestro pensamiento y a vuestra conciencia. Si no lo son, debéis combatirlas; si los son debéis respetarlas. Y no os espante veros sólos en vuestra opinión; en todas las grandes crisis de la historia, un hombre solo ha tenido razón contra toda la humanidad. 

La independecia del espíritu, esto es lo que he venido a aconsejaros"