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martes, 5 de agosto de 2014
DE LITERATOS Y ESCRITORES
Virginia Woolf
LAS OLAS
El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues de las ondas que le hacía semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin.
Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompia, arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiracion va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transpariencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo traslúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo flúido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fué adquiriendo gradualmente transpariencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alredor el mar ya no fué sino una sóla extensión de oro.
La luz golpeó sucesivamente los árboles iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insubstancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías.
(P.D.: Inicio del libro LAS OLAS)
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